lunes, 14 de noviembre de 2011

Fragmento Especial II

La verdad es que hacía calor. No soporto demasiado el calor, me agobia un poco. Digamos que tengo una relación amor – odio con él. Algún día nos deseamos, bueno, yo lo deseo. Otros días lo aborrezco y nace de mí un profundo desprecio hacia él. Fingiendo despreocupación levanté el brazo y el monstruo paró. Caminé por el pasillo que parecía arder y me senté incómodamente en los últimos asientos. Sentía la combustión del motor debajo de mi, y la falta de protección del asiento me llenaba de vértigo. Una melodía veraniega invadía mis oídos y, aunque yo sola podía oírla, parecía que llegaba a todos los integrantes del 102.

El aire caliente hizo que de un segundo a otro, sin intermedio, cerrara los ojos en cuasi cámara lenta. La oscuridad de mis párpados hizo más intenso el fuego de la estación. Un freno repentino me hizo despertar con violencia. No sentí que tuviese importancia mantener la visión, así que decidí sumirme en la ceguera por unos minutos más. Mas la luz me tocó unos segundos, no fue significativo. Dicen que en la oscuridad, perdemos algunos sentidos y hacen presencia aquellos configurados por la razón pura.

Es por eso que el germen de la incomodidad contaminó mi cuerpo; y por reflejo curé la ceguera.

Los lentes de un sueño se habían transfigurado en mí. Giré la cabeza hacia un lado, hacia el otro. La imagen onírica que proyectaban mis ojos aparentaban un mundo paralelo. El espacio y tiempo permanecían como si mi mente estuviese consciente de que yo los controlo. De todas formas, algo perturbaba mi vista, algo irreal, la confusión; los hombres habían dejado de ser hombres. Nunca creí en la creatividad de mi mente, por algo nunca la defendí. Las personas se habían convertido en monigotes. Sí, monigotes blancos; sin boca, sin ojos, sin dientes, sin uñas, sin pelo. Monigotes cuadrados de color blanco, como los que quieren cruzar la calle por vos.

Los muñecos sin facciones tenían movimientos estáticos, sólo denotaban algún que otro rastro de vida. No tenía miedo en realidad, sabía que sólo era un observador, aunque nadie pudiese notarlo; las curvas perfectas prescindían de mi presencia. Irreconocibles uno del otro, parecían ser todos uno y uno todos. Era como si todos estuviesen compuestos de eso, que sabemos que existe pero no qué es. Como si esa fuerza estuviese dentro de ellos, esperando pacíficamente, siendo contenida por débiles líneas hasta el momento de explosión. El fundamento mismo, lo que somos sin trabas, lo que somos sin ser quienes pensamos que somos.

Cuando la tensión asediaba mis pensamientos, a mitad de camino hacia el luminoso desenlace, el punto final de la melodía. Dejé de ver. ¿Dónde estaban los títeres sin personalidad? ¿A dónde se había ido ese sentimiento de unidad?