Últimamente estoy un tanto rebelde, incluso más de lo que me creo ser. Últimamente, en realidad, estoy contrariada con los mismos estereotipos que suelo defender como individuo dentro de la sociedad. Sigo preguntándome si de verdad me gusta el tipo ideal que marca la sociedad y qué tan grande es mi capacidad de evadirlo, evitarlo, detestarlo. No tengo ganas de dejar la pregunta en modo retórico, así que me voy a dedicar a contestarla como tema central de este texto que tiene, ni mas ni menos, el simple objetivo de alejarme del conjunto de párrafos meramente académicos.
Me pregunto si los estereotipos son imágenes comunes colectivas o la idea de un pobre infeliz que tiró una piedra al montón, la pintó de rojo y al resto pareció gustarle. Ahora que releo la oración anterior pienso que soy malísima para los ejemplos pero me gusta pensar que alguien entendió. Vivir encarcelados y motivados por fotos que creen indicarnos lo que es correcto para después terminar frustrados un mortal Sábado a la noche con la idea de que jamás vamos a ser eso que nuestra mente imagina. Y luego reprocharnos no cumplir con las pretensiones del estereotipo al que deseamos (escribí por error deseo) pertenecer creemos que odiarnos es parte de nuestra naturaleza. Y qué tal si no lo es. Sin embargo, se cree inevitable. El odio incondicional a los estereotipos es inevitable. Tal como lo es seguir esa línea que parece arrastrarte incondicionalmente a intentar ser el tipo ideal de persona. Una fuerza superior te arrastra en busca de la idea común y a continuación de sentirse realizado emerge de uno una efervescente repulsión. La náusea instantánea de ser uno más del montón. Como dije antes: inevitable, insuperable.
Puede que la autosuperación del instante enfermo exista sí; aunque yo no la conozca por completo. Me gusta imaginar que la madurez se lleva consigo el propio odio. Por otro lado, estoy segura, estoy segura de que seré siempre una mente ignorante; la única sustancia que jamás se desprende de mi es mi inmadurez.