jueves, 27 de octubre de 2011

Lo daría todo por ese instante. Ese momento culmine que soy incapaz de recordar. No sé cómo llegue ahí, ni hacia a dónde iba. El punto de inflexión exacto donde mi cuerpo dejó de estar mal. En ese centésima de segundo en donde exprimí con todas mis fuerzas el mundo. El punto más alto de la nota, donde parecía haber en mi cierto rasgo de divinidad. El ataque de pánico, la insatisfacción satisfecha. El fondo del barril. Yo y eso. Eso y yo. Eso, porque no sé como decirle. Imponente, gigante, eterno. De lejos inerte y estático. De cerca universo paralelo, infinito.
Estaba por primera vez frente a ese cuadro que jamás volví a ver: la respuesta al sufrimiento indefinido. No sé cómo lo encontré, o si vuelva a toparme con él. Si causase otra vez estragos en mi cuerpo, si volviese a dejarme sin aliento. No es cotidiano, no es rutinario. Es solo arte.

2 comentarios:

  1. Había una enfermedad mental -que ahora no recuerdo el nombre- que era algo así como un ataque que sufría el espectador al ver lo sublime de una obra de arte. Como si el cuerpo no pudiera tolerar algo tan hermoso. Entonces, renacía en el la necesidad de destruirla. Por eso, cuando entras a los museos en Italia, te revisan que no tengas ningún elemento para destruir alguna obra, porque una vez un tipo rompió el vidrio que protegía a La Gioconda (o alguna de esas) y otro tipo, una vez, rompió "La piedad" y estuvo dos años preso.

    ResponderEliminar
  2. Jaja no me parece tan loco ni tan poco posible, es el germen de lo incondicionado en nosotros, lo que no tiene forma, lo inexplicable, lo (en un tono nietzschesiano) dionisíaco...

    ResponderEliminar